Mario Vargas Llosa, en su casa de París en febrero de 2002. Foto: ULY MARTÍN | Vídeo: EPV
En esta entrevista de EL PAÍS en 2022, el escritor exploró desde los inicios de su pasión por la literatura en el Leoncio Prado hasta sus recuerdos en la Barcelona del boom
Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura 2010, falleció este domingo a los 89 años en Lima. A través de una entrevista con EL PAÍS, realizada en su casa de Madrid en 2022, el autor deLa ciudad y los perros ofreció un vistazo íntimo y en primera persona a los inicios de su amor por las letras. “Pensaba que Perú era un país en el no tenía sentido sentido escribir”, recuerda.
Sobre la firma
Periodista de EL PAÍS, periódico en el que realiza entrevistas y reportajes de cultura y sociedad en distintos formatos. Ha dirigido y presentado el documental ‘Miradas del agua’ y varios videopodcasts. Pasó por La Sexta y Onda Cero. Graduada en Periodismo y Filología Hispánica por la Universidad de Navarra, es experta en comunicación política.
Para la confección de su nuevo libro, El loco de Dios en el fin del mundo (Random House), el escritor (ateo) Javier Cercas tuvo acceso libre al Vaticano (por invitación del propio Vaticano) y pudo conocer al papa Francisco, en cuyo séquito se integró para realizar un viaje oficial a Mongolia. Ha querido la casualidad (o el designio divino) que, en plena campaña de promoción del libro, y después de unas semanas de incertidumbre sobre la salud del argentino, Jorge Mario Bergoglio haya fallecido este lunes. Lo que más quería saber Cercas era la respuesta a una pregunta de su madre (una pregunta, por lo demás, universal): ¿Se reunirá, tras morir, con su padre y juntos disfrutarán de la vida eterna? La respuesta, que se promete sorprendente, se da al final del libro: no haremos espóiler.
Más allá de la cuestión del Más Allá, Cercas, durante dos años de inmersión en los que trató de evitar ese desdén racionalista, moderno y occidental hacia el hecho religioso, ha aprendido unas cuantas cosas sobre Francisco, sobre la Iglesia y sobre el Vaticano, que ahora rememora en conversación telefónica.
“Tras años de pontificado, Bergoglio deja una iglesia distinta”, dice Cercas, “la palabra revolución, que se usa a propósito de ese pontificado, no creo que sea exagerada. No ha tocado prácticamente la doctrina (no ha dicho que la Virgen no era virgen, por ejemplo), pero ha cambiado más cosas que las que parece a simple vista”. Muchas veces la información que rodea al Papa, sobre todo a este Papa que tantas pasiones ha levantado, con tantos enemigos en los círculos más reaccionarios, y hasta tildado de “comunista”, tiene que ver con la política: sus opiniones sobre la guerra de Ucrania, la matanza de Gaza o el reto migratorio. Pero por dentro de la Iglesia también pasan otras cosas.
“No suele aflorar su visión de la Iglesia y del cristianismo”, dice Cercas, que enumera algunas de sus posturas más señaladas. Por ejemplo, el anticlericalismo: si el clericalismo es la idea de que el clero está por encima de los fieles, el anticlericalismo de Francisco propone una comunidad más horizontal. “El clericalismo ha sido el cáncer de la Iglesia y de ahí salen los abusos de poder, como son los abusos sexuales”, opina el escritor. O por ejemplo, la oposición de Bergoglio al constantinismo, es decir, a la unión del poder político y el poder religioso en un sola persona (llamado así por Constantino, el emperador romano que, en el año 312, se convirtió al cristianismo). “Es algo que hemos sufrido en España, no solo durante el franquismo, sino durante siglos en los que el cura del pueblo estuvo siempre al lado de las fuerzas vivas”, añade. O, por citar una última postura, la sinodalidad (de sínodo), es decir, la vuelta al sinodalismo, a una estructura más asamblearia. “Algo así como a una mayor democracia dentro de la Iglesia; una democracia, eso sí, diferente a nuestras democracias liberales”, apunta el escritor.
En definitiva, la propuesta de Francisco fue una vuelta al cristianismo primitivo, o al espíritu original del cristianismo. Lo dijo nada más ser elegido: quería sacar al Cristo de la sacristía y ponerlo en la calle. Algo que ya se propone desde el Concilio Vaticano II (1962-1965), pero que por primera vez un Papa trataba de poner en práctica. “El cristianismo es prácticamente lo contrario de lo que hemos conocido como cristianismo”, subraya Cercas, “aquella era una ideología radical, extrema, el cristianismo de los pobres, de los desgraciados, de los que no tienen donde caerse muertos… Cristo era un tipo peligroso. Lo crucificaron, y la cruz era el peor de los castigos”. Desde este punto de vista se entienden las querencias progresistas de Francisco, que, desde su llegada al pontificado, se expresó en contra del capitalismo neoliberal o preocupado por las cuestiones ecológicas. Y muy alejado de ese catolicismo tradicional que sirvió para justificar y apuntalar las desigualdades y opresiones, siempre del lado del poder. “Lo que hemos vivido es en realidad una perversión del cristianismo”, agrega el escritor, “y, por esta perversión, nuestra fobia al catolicismo es comprensible”.
¿Cómo pudo un hombre como Bergoglio llegar a Papa? “El Vaticano no es como lo imaginamos y en la Iglesia católica hay gente de todo tipo”, señala Cercas, que también se sorprendió al conocer su verdadera naturaleza. “La gente que he encontrado en el Vaticano no es especialmente conservadora e incluso hay quien piensa que Francisco fue demasiado conservador”. La revolución que describe el escritor es lenta. No es como la Revolución Francesa, a golpe de algarada y guillotina, sino una revolución acorde a los ritmos eclesiásticos: hablamos de una institución de más de 2.000 años de antigüedad que se extiende por todo el orbe y que ha sobrevivido a todos los imperios. Un musical reciente calificaba a Jesucristo como “el mayor influencer de la historia”: algo de eso hay. Así que la obra de Francisco puede ser vista como un comienzo. Un comienzo que no sabemos si tendrá continuación.
¿Qué podemos aventurar? “La gente que sabe de verdad, con la que estoy en contacto en el Vaticano, es muy prudente. No se sabe, hay muchísimos cardenales”. Una de las tesis fundamentales en torno a la sucesión señala que el mundo está siendo inundado por una ola reaccionaria, que esa ola no está en la línea de Bergoglio y que, por lo tanto, la Iglesia, con su gran capacidad de adaptación, se acabará alineando en una especie de contrarrevolución. Cercas no lo tiene tan claro: “Yo lo que digo es que no va a ser tan fácil. ¿Por qué? Porque el 79% de los cardenales que van a elegir al próximo Papa los ha puesto Bergoglio”.
En su novela “sin ficción”, Cercas caracteriza a Bergoglio como el “loco de Dios”. Es el primer Papa latinoamericano, jesuita, que se hace llamar Francisco por Francisco de Asís, el gran defensor de los pobres. Es la contrafigura. Recuerda Cercas también a la figura del loco de Nietzsche, que iba con un farol por las calles anunciando la muerte de Dios, porque nosotros lo habíamos matado. “Contrariamente a lo que se piensa, Nietzsche no describe a ese loco como un loco feliz, sino desolado, porque si Dios no existe, todo está permitido. Toda la cultura del siglo XX da vueltas sobre esa ausencia de Dios”. Durante la escritura de su libro, Cercas tuvo acceso personal al loco de Dios, al Sumo Pontífice. ¿Cómo era Jorge Bergoglio en la cercanía? ¿Era fácil hablar con la persona y no con el Papa? “He escrito un libro de casi 500 páginas hablando de eso, y me es difícil resumirlo. Pero te puedo responder lo que le dije a mi madre cuando me preguntó: es como Don Florian, el cura de Ibahernando, Cáceres [donde nació Cercas]. El cura que les casó”. Cercas se fue al fin del mundo para conocer a un cura como el de su pueblo. Pero que, además, era Papa.
Cuando llegó a abrir el taller por la mañana, Mario se encontró un ramo de flores blancas en la puerta. No había tomado aún ni el primer café y apenas le dio importancia. Pero cuando volvió a salir, ya no estaban las flores y de repente todo cuadró: “¡Pucha, es porque se murió mi tocayo!”. El taller donde trabaja Mario Espinosa fue hace no tanto el bar La Catedral, el corazón de una de las grandes novelas de Mario Vargas Llosa, fallecido este domingo. Hoy apenas queda en pie la fachada de piedra, en forma de arco, y el portón de metal comido por el óxido. Dentro, los trabajadores con cascos y guantes hacen retumbar las sierras mecánicas cerca de la mesa donde, en la fábula del escritor, se sentaron más de cuatro horas Zavalita y el zambo Ambrosio a desenmarañar los demonios peruanos.
Desvencijado, sin techo y con el suelo de tierra, el local lleva años en venta. Los trabajadores del taller dicen que muy de vez en cuando llega gente a tomarse alguna foto, pero que cualquier día los echan de ahí y tiran todo abajo. Pese a estar a unas pocas cuadras del centro histórico, no es una zona muy amigable. “Hasta el ramo de flores se robaron, seguro que algún loquito de los de por aquí”, continúa Espinosa la mañana siguiente a la muerte del escritor. Mientras, un vagabundo va juntando montañas de basura a lado de la farola de la esquina, cubierta de una madeja de cables negros.
Un poco más adelante, un vecino toma el fresco mientras montan las mesas de una cafetería. Román González es un vendedor ambulante jubilado y llegó a tomarse alguna cerveza con sus amigos en La Catedral. Aquello debió ser a principios de los ochenta. Recuerda que la barra estaba a la izquierda, que enfrente se abría un amplio salón con decenas de mesas y que era un sitio popular “de gente de la sierra”, en referencia a los trabajadores que bajaban a la ciudad de las zonas rurales que rodean Lima.
“Nunca fue un bar literario ni bohemio. Era un bar de arrabal en una zona picante de la ciudad”, explica por teléfono el escritor Luis Rodríguez Pastor, que lleva años organizando una ruta de los lugares de la ciudad que inspiraronConversación en La Catedral(1969). En la novela, parece más un lugar de encuentro para intrigas de periodistas y militantes camuflados entre el gentío. Un ambiente inventado por parte del escritor, que en realidad solo visitó una vez el bar antes de escribir la novela. Fue en 1956, siendo apenas un estudiante veinteañero. Acababa de sacar de la perrera a Batuque, “el perro engreído de Julia Urquidi”, su tía y primera esposa ya por aquellos años. Antes de salir con el perro presenció cómo los empleados mataban a palos a los animales que nadie reclamaba. La escena lo dejó pálido. De vuelta a casa tuvo que hacer una parada y “medio descompuesto” entró a beber algo a un “cafetucho” llamado La Catedral. Así lo contó en su autobiografía El pez en el agua (1993).
Sin amor en la avenida Tacna
El protagonista, Santiago Zavala, Zavalita, trasunto del joven Vargas Llosa, trabajaba en La Crónica, uno de los grandes periódicos de la época. El arranque es memorable y marcará el tono melancólico del resto de la novela: “De la puerta de la Crónica Santiago mira la avenida Tacna sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris”. Más de cincuenta años después, el paisaje no ha cambiado tanto. Siguen los cuatro carriles abarrotados de coches y flanqueados por esas fachadas de contrastes, palacetes virreinales mezclados con mazacotes de concreto, letreros de casas de cambio, puestos de jugos, sanguches de chicharrón y ese cielo lechoso, mezcla de contaminación y la humedad del mar.
El cambio más evidente es que el edificio ya no es la sede de periódico, donde, por cierto, Vargas Llosa apenas trabajó unos meses mientras estudiaba en la universidad, sino un inmenso centro comercial. La gente sale con las bolsas de la compra y todos dicen conocer el libro que empieza en la entrada de este lugar, aunque pocos reconocen haberlo leído. Eso sí, todos recuerdan la frase fetiche de la novela: “¿En qué momento se jodió el Perú?”. Una pregunta sin respuesta que apunta a todos los males fundacionales del país y del resto de jóvenes Estados latinoamericanos, una de las obsesiones del Mario Vargas Llosa intelectual y político, que llegó presentarse a las elecciones que perdió contra Alberto Fujimori.
En el Perú actual ya no mandan dictadores como El Chino, condenado por delitos de lesa humanidad —y excarcelado hace un par de años en una insólita sentencia—, o caudillos militares como Manuel Odría (1948-1956), el ogro sanguinario que funciona como villano en Conversación en La Catedral. Pero el panorama político no es muy alentador en un país que acumula seis presidentes en poco más de ocho años.
La mandataria actual, Dina Boluarte, lleva apenas dos en el poder como sucesora de Pedro Castillo, encarcelado por un intento de autogolpe. Arrancó su mandato con unas protestas feroces que dejaron decenas de muertos. Ha renovado su gabinete siete veces en estos dos años. El 95% de los peruanos reprueba su gestión. Acaba de librarse de una denuncia por tratos de favor a cambio de joyas y relojes de lujo gracias al blindaje del Congreso. El mismo Congreso donde se destapó una red de prostitución tras el asesinato de una asesora parlamentaria que se encargaba de hacer pasar a las prostitutas como secretarias. Todo eso, sumado a una ola de violencia desbocada en la capital, ha llevado a Boluarte a anunciar elecciones anticipadas para el año que viene.
A este Perú convulso volvió a vivir —y a morir— Vargas Llosa tras una vida de trotamundos. Durante los últimos meses, él mismo visitó alguno de los escenarios limeños de sus novelas. Apoyado en su bastón, y acompañado de su familia, el Nobel organizó una especie de paseos discretos, calculadamente planeados a horas que no hubiera mucha gente. Muchos lo interpretaron como una de sus últimas despedidas. Una de las fotos de esos recorridos, de noviembre del año pasado, muestra al escritor en su regreso a La Catedral poco antes de cumplir 87 años. Debajo del arco, frente al portón metálico, en la misma esquina donde este lunes algún admirador anónimo dejó un ramo de flores blancas en memoria de Zavalita.
Me di cuenta de que Mario se nos estaba yendo una tarde en la Real Academia Española porque lo oí, confundiendo dos realidades inconexas, mientras conversábamos camino a la sala de plenarios. Preferí pensar que la confusión era mía, pero no pude dejar de temer por él. A menudo, al leer a Virginia Woolf, sus novelas y sus diarios, sobre todo, he imaginado lo que sería para ella percibir trechos resbalosos en la coherencia de su pensar. Para mentes lúcidas cuyo mayor tesoro ha sido la potencia y placer de un intelecto extraordinario, la sensación de perder el dominio sobre este debe de ser intolerable y doloroso. Rogué que no fuera el caso de Mario.
Por ser numeraria de la Academia Nicaragüense de la Lengua, soy correspondiente de la Academia Española. La RAE me acogió desde que llegué a España y fue allí, en la hora previa al plenario, cuando los académicos coinciden en la Sala de Pastas para un breve encuentro social, cuando desarrollé mi amistad con Vargas Llosa.
Lo había conocido personalmente en los años ochenta, cuando visitó Nicaragua en el tiempo de la revolución. No se enamoró de ella, como fue el caso de otros grandes escritores. No recuerdo lo que escribió, pero sí la reticencia con que la mayoría lo recibimos por ser un intelectual “de derechas” Sin embargo, como nunca me tragué las excusas de Cuba en el caso de Heberto Padilla, la posición disidente de Mario me pareció un acto de valentía tan respetable como para no intentar borrarlo del mapa o dejar de leerlo. Leía con deslumbre sus ensayos literarios. Historia de un Deicidio donde devela las raíces múltiples de Cien años de soledad, o La orgía perpetua sobre Madame Bovary y Flaubert, son prodigios de la percepción y del puro gozo de un lector capaz de describir y regodearse con la excelencia de sus pares. Más que de sus ficciones admirables, debo admitir que soy devota de sus ensayos.
Estuve en muchas ocasiones en la cercanía de Mario, a través de la Cátedra Vargas Llosa y sus actividades. Participé en varias bienales de novela. En la segunda, en Guadalajara, recuerdo su espanto ante una carta firmada por una centena de escritores, reclamando la deficiente presencia femenina en estas. Reaccionó muy dolido por sentir que se le reprochaba sin razón y por encontrar firmas que él consideraba eran sus amigas. Creo que su nombre lo hizo blanco de un reclamo punzante que correspondía hacer a cantidad de otras similares convocatorias. Mario pagó muchos precios por su honestidad intelectual. A medida que pasó el tiempo y que sus críticas fueron demostrando su acierto, mi admiración por él creció.
Su retiro de la arena pública, cuando dejó sus columnas en EL PAÍS y anunció que Le dedico mi silencio sería su última novela, fue otra demostración de ese compromiso suyo con la realidad de su propia vida.
La última vez que lo vi en la Academia estaba delgado y demacrado; sin embargo, su elegancia, su porte de hombre apuesto, la aureola de saberse quién era sin arrogancia, me quedan en la retina. Además de sus letras que me acompañarán y acompañarán a muchas generaciones, guardaré con mucho afecto el privilegio de haberlo tenido cerca, el sonido de su risa, el ingenio de su conversación y su sentido de humor. Fue un maestro que se dio y nos dio a todos el ejemplo de un rey sol intelectual, que nunca dejó de comportarse y aceptarse como un hombre, plenamente comprometido con la vida y consciente de sus errores y aciertos. Triste despedir a quien sabemos irremplazable.